jueves, 26 de noviembre de 2009

Estética Universal ;

Ensayo Breve

Fragmento del libro Estética Universal de D.A. Maurizzio Maryn; que es un tratado sobre la visión de las bases del arte.

Consideraciones preliminares:

Tantas veces he oído hablar acerca de la belleza de todas las cosas creadas, que ya he perdido la cuenta. Creo que si escribiera una interminable lista, debería multiplicar la inmensa cantidad de veces que he oído tratar este tema por un número bastante grande, y aún así me quedaría corto. Las personas, en general, recorren cada una a su modo el complejo camino de la vida juzgando, entre otras cosas, qué es bello y qué no lo es. Tanto los doctos como los trabajadores más humildes emiten constantemente juicios de naturaleza estética para catalogar, en la bóveda oscura de sus mentes, a los objetos animados e inanimados, ideales o reales, en bellos o feos. Hasta la fecha, no ha llegado a mis oídos una explicación satisfactoria de lo que es la belleza; nadie me ha podido explicar en qué consiste; parece haber una gran confusión en lo que respecta a este asunto tan importante. Es por este motivo que, partiendo de una serie sencilla de axiomas, ideas, experiencias y observaciones, me propongo esclarecer este misterio en pocos párrafos. Veamos qué surge de estas humildes lucubraciones.

En primer lugar, haremos una consideración de carácter abstracto: cuando reflexiono sobre la belleza noto inmediatamente que me hallo ante dos grandes categorías, por demás evidentes: lo bello y lo feo. Al igual que la interacción matemática de un par de vectores, los conceptos “bello” y “feo”, considerados juntos formando un sistema contrapuesto, y representando ambos dos extremos de un mismo esquema, engendran un campo amplio en el cual no sólo se distinguen éstos, sino tambien otros conceptos como: “normal”, “un poco feo”, “bastante bello”, etc. En el caso de los vectores, se suman sus cualidades matemáticas y se crea una resultante. Aquí ocurre lo mismo, pero en vez de vectores, hemos tomado a lo bello y a lo feo como puntos de referencia para el análisis.

De lo anterior fluye sin problemas que los conceptos intermedios (aquellos que se hallan a mitad de camino o en un punto no extremo entre lo bello y lo feo), no son sino distinciones de grado; esto es, son meros números o elementos diferenciados de valores distintos respecto de cada uno de ellos, comprendidos entre el número asignado a lo bello y el asignado a lo feo. Esto es similar a una escala del cero al diez; siendo asignado el cero a lo feo y el diez a la belleza sublime. Viéndolo desde este punto de vista matemático, notamos que el cero representa la ausencia de valor, que sólo puede interpretarse como una carencia de belleza; y el diez se hace valer como “aquello que está tan colmado de belleza, que debemos asignarle la máxima cantidad de puntos en nuestra escala”. Claro que podemos hacer lo mismo con los colores de una paleta. Basta con tomar el blanco y el negro, para definir una compleja gama de grises que pasan de uno de los dos colores opuestos extremos al otro, de un modo idealizado tan gradual como las cadenas numéricas. Si queremos ser aún más caprichosos, podemos tomar formas espaciales y crear mediante transformaciones algebráicas una suave transición de una a otra, representando cada una lo bello y lo feo. Como veremos más adelante, la visión geométrica de la belleza es mucho mas refinada que los ejemplos anteriores; puesto que no hace falta transformar una figura en otra por completo, sino tan sólo alterar una variable en la misma figura sin hacerla desaparecer. En ese caso, nos hallaríamos ante la misma figura, pero con un grado bajo de belleza, o incluso con una prominente fealdad.
Algunos hombres de gran conocimiento, con los que no es mi intención discutir, afirman que la belleza es subjetiva y que no existe un patrón universal para distinguirla verdaderamente. En mis 17 años de vida, sólo he escuchado esta versión de la realidad; sin embargo, intentaré demostrar que hay fuertes razones para creer que la belleza es universal e indiscutible (siempre asumiendo que nos referimos a una belleza universal desde el punto de vista humano; y que sólo en ese esquema de visión es comprensible el concepto de belleza; pues nos vemos, en este caso, confinados a nuestra percepción humana; pero no porque el universo sea subjetivo, sino porque está en nosotros asignar valor a lo bello y quitárselo a lo feo). La estética es una rama fascinante de la filosofía; puesto que nos permite darle sólidas bases racionales al arte. El origen etimológico de la palabra estética, deriva de las voces griegas aistesis (que quiere decir “sentimiento”), e ica (que significa “referente a” o “relativo a”).
Si tomamos las figuras geométricas ideales de la geometría euclidiana –que no existen en el mundo real– notaremos que son ellas sumamente racionales; cada parte se relaciona con la demás de un modo lógico y lineal; sin defectos en el entramado ni “fisuras” en la concatenación de razonamientos que las generan. Así vemos que dos puntos engendran una línea, que si se desplaza en una dirección perpendicular a sí misma, produce un plano, que si se mueve en dirección a una recta normal a su superficie, produce un espacio tridimensional, etc. En este contexto, no sorprende a nadie que sus partes componentes exhiban relaciones racionales entre si. Nosotros tenemos una tendencia natural a proyectar al mundo esas figuras geométricas. Es por eso que no es errado el método que estudia la belleza según las leyes y relaciones de la ciencia del espacio; esto es, la geometría. Claro que entre más compleja y refinada es la geometría que empleamos, más fiel es nuestra descripción de la belleza; al igual que ocurre en las ciencias físicas para describir la realidad.

Primero que nada debemos dejar asentada una definición de belleza a la que llegaremos mediante una serie de simples razonamientos. Una vez alcanzada esa definición, procederé a exponer brevemente un método de mi invención para calcular el grado de belleza aproximado de un objeto; sea este animado o inanimado.

Basándome ahora en mi propio sistema filosófico, diré de modo breve lo siguiente: “La imagen que tenemos del ser y de nuestro universo es real; pero las impresiones que nos hacemos de esa imagen, son relativas a la forma y a la disposición del repertorio de facultades sensibles y dialécticas que poseemos”. La otra máxima que resume mi sistema filosófico es: “nada existe en si y por si, sino que es un elemento más dentro de un sistema que tiene como condición formal la interdependencia (y por lo tanto la sistematicidad)” Esas frases resumen el espíritu de mi sistema filosófico (aunque lejos están de explicarlo). Basándonos en las implicaciones profundas de este sistema filosófico y en unos pocos razonamientos, llegaremos a una definición de belleza que satisfaga a la razón; además de solidificar nuestra visión acerca de los pilares fundamentales del arte.

Yo opino, sin ánimo de contradecir a ninguna persona, ya sea ingeniosa o ingenua, que la belleza no es más que la confluencia de determinados elementos y características en un objeto vivo o inerte. Incluso podemos incluir aquí la belleza que los objetos ideales o de las teorías. En lo que concierne a la belleza de las ideas, puedo demostrar que las personas sanas y bien intencionadas, aman de una buena idea o teoría, lo que hay de sistemático y equilibrado en ella. Considero que, valiéndonos de una buena teoría acerca de la belleza de los cuerpos y fenómenos físicos, podremos llegar incluso a explicar la belleza de las ideas; y por lo tanto, la belleza en si misma como cosa universal y trascendental.

Lo bello parece irradiar cierto atractivo que no puede explicarse sino mediante la razón. ¿Porqué lo bello llama la atención; si su belleza no enaltece el valor práctico del objeto que la exuda? Mi respuesta a esto es la siguiente: “la belleza atrae porque sus características intrínsecas son escasas, raras y notables respecto de aquello que no la posee”. En mi más humilde opinión, lo bello nos atrae por cuestiones intelectuales y biológicas. Nuestro intelecto se ve atraído hacia todo aquello que porta belleza por mera curiosidad; porque sencillamente, nos atrae esa cosa que se destaca del resto por su forma, por su constitución; porque parece frágil y fluido (lo bello nos atrae porque excita primero nuestra curiosidad por ser objetos escasos en su constitución). Es por eso que la reacción primera sea asignarle más valor a aquello que cumple con estas características. No nos sorprende ver un rascacielos ni un avión surcando los aires; puesto que es común y está lejos de ser una experiencia única. Pero cuáles son los elementos que hacen que lo bello llame nuestra atención y nos complazca de cierta manera?

La pregunta anterior exige un análisis cuidadoso de la forma que da a las cosas, ideales o reales, la belleza en cuestión. Tomemos, por ejemplo, una flor en su momento de mayor lozanía y juventud. Tomemos medidas de cada parte, de cada sección. Mirémosla de tantos ángulos como nos permita el espacio; toquémosla, olámosla, veámosla, escuchemos el sonido sedoso que nace al acariciar los pétalos; coloquemos entre nuestros labios una parte de ella y rocémosla con la lengua. Anotemos todo lo que nos haga sentir y pensar. Pero no caigamos en la poesía, puesto que a veces se aleja de la objetividad. La poesía es hermosa cuando uno desea dar rienda suelta a la imaginación expresiva; pero no sirve a ningún propósito para fines científicos (debe ser por eso que el gran Goethe no la usaba para escribir sus trabajos científicos). Ahora bien, hemos cargado los sentidos y la mente con una enorme cantidad de datos acerca del objeto que creemos bello; en este caso, una flor fresca. ¿Qué nos dice la razón de todo esto? Pues no puede sino ver que cada pieza del sistema “flor” hace a la otra. Cada parte hace al todo y el todo hace a la parte. Cada pieza se relaciona con las demás de un modo simétrico racional; puede decirse que existe un “feedback” entre el todo y la parte. Se trata de un sistema cerrado que necesita tanto del detalle como de lo general para tener sentido; estamos ante un ente que denota características geométricas claramente definidas. De esto deduzco que existen dos formas fundamentales en el universo para forjar las cosas que existen: la propiedad que llamo “aditiva”, y la que denomino “sistemática”. La “propiedad aditiva”, como su nombre sugiere, hace referencia a todo aquello que puede explicarse y describirse como una mera suma de partes (una molécula, una montaña, una estrella, una computadora, un automóvil, etc.). por otro lado tenemos la “propiedad sistemática”, que consiste en la “forma” de un objeto que muestra una interdependencia entre sus partes (por ejemplo, cualquier organismo vivo o cualquier cosa viva o inerte que demuestre belleza indiscutible). Lo bello, como he dicho, es aquello que representa la sistematicidad con claridad. Las curvas voluptuosas de una mujer, que tanto trabajo me ha tomado representar (y dejar de desear), se relacionan entre si de modo sistemático. Ninguna es bella si no está en compleja y equilibrada relación con todas las demás (como artista plástico puedo dar fe de ello; y como científico, puedo demostrarlo).

Ante esto, puedo decir ahora, con bastante seguridad, que la sistematicidad es la base de la belleza, y que existen dos clases de jerarquías sistemáticas, a saber: aquella básica que sólo describe de modo abstracto la relación entre elementos; y aquella suprema que se verifica en la práctica en cualquier organismo (a mis ojos “sistema”), que pueda ser denominado vivo. La primera sólo sirve como descripción abstracta o como lenguaje para nuestra concepción mental de lo bello o lo vivo; la segunda, hace referencia directa a la vida en si misma. Como vemos, la propiedad sistemática, a diferencia de la aditiva, explica la vida y todo lo complejo que colma el universo, de modo más perfecto que la aditiva. Esto es así, porque nunca hemos podido explicar lo vivo o lo bello mediante la lógica lineal y la matemática. Tampoco nos ha servido de mucho el lenguaje; puesto que esas disciplinas intelectuales lejos están de ser sistemáticas (esto quiere decir que toman como base la sumatoria de elementos aislados y no la relación entre los mismos, o sea, ello que llamo sistematicidad). Pero esto es para una profunda discusión que no tiene cabida en este ensayo y que ya he tratado en mi libro de filosofía “A la Luz de la Razón”. Lo que importa aquí, es que ya tengo un modo de entender la belleza (y lo vivo), que arroja claridad sobre este confuso y, en apariencia, subjetivo campo.

Según mis estudios, he podido comprobar que el rostro humano muestra que puede descomponerse en una serie de figuras geométricas cada vez más simples; hasta terminar en la más sencilla de todas: el triángulo. Como es sabido, en geometría euclidiana hay tres clases de triángulos, que son polígonos de tres lados, a saber: los equiláteros (tres lados iguales), los isósceles (dos lados iguales y uno diferente), y los escalenos (todos los lados diferentes en cuanto a longitud). Para cumplir con el criterio de sistematicidad que he enunciado antes, lo bello debe encajar en una descripción matemática rigurosa que contemple no a la suma de las partes, sino a la relación entre ellas (o lo que es lo mismo, debe cumplir con la propiedad sistemática y no con la aditiva).

En efecto, he descubierto que el triángulo equilátero muestra una extraña propiedad que he hallado tambien en todas las demás figuras geométricas sin importar su nivel de complejidad. Hay un número fundamental que parece ser la base de las figuras geométricas. Ese mismo número, que es invariante frente a transformaciones lineales y es constante en todas las figuras cualquiera sea naturaleza.

En el caso del triángulo equilátero, si dividimos uno de sus lados por la bisectriz adyacente al ángulo comprendido entre dicho lado y el vecino (que engendran el ángulo interno, se obtienen un número aproximado que es 1,617. dicho número no varía con el tamaño del triángulo equilátero.

Imaginen ahora, el triángulo que se forma con los tres puntos comprendidos entre el centro de las pupilas de los ojos y la base del bulbo de la nariz. Es un triángulo casi perfecto que cumple con la propiedad matemática que mencioné antes. Lo mismo ocurre con las comisuras de la boca y el centro de la nariz; también se ve en las puntas de la mandíbula y el entrecejo. Pero no nos detengamos aquí; continuemos buscando esta figura maravillosa en las puntas de los hombros y el punto máximo de la parte superior del cráneo; en los puntos que educen de las tetillas y que confluyen en la punta del esternón; o los que se ubican en las puntas de los hombros y el ombligo. Hay tantos triángulos de estos en un cuerpo bello, que puedo seguir durante varias páginas. Pero esto no termina con estas sencillas observaciones; podemos ahora refinar aún más el experimento mental y comenzar a entrar en la matemática de los fractales. Podemos extender estos razonamientos de un espacio plano hacia el espacio tridimensional mediante una serie de algoritmos o mediante una iteración de operaciones matemáticas básicas (fractales). Notamos que desde cualquier punto del espacio desde el que analicemos esto, nos encontramos con estas relaciones.

Como vemos, estas propiedades son constantes que se hallan en todo lo bello, a todo esto debemos sumarle mi principio de sistematicidad, o propiedad sistemática; y veremos que toda obra bella, sea hecha por el hombre o por el universo, cumple con estas formas. De modo que diré aquí que: “Todo lo bello es un sistema de coherencia, unidad y simetría interna”.

A esta altura del análisis, podemos ya comenzar a distinguir dos jerarquías de belleza, a saber: la belleza superficial y la belleza profunda. La primera exige al objeto que la porta, una sistematicidad parcial; esto es, debe el objeto cumplir con ciertas relaciones generales propias de lo sistemático y simétrico; aunque no necesariamente sus partes deben guardar una perfecta relación de dependencia entre si. Este tipo de belleza creo hallarla en aquellas cosas llamadas lindas o, como también las denomino yo, “accidentalmente bellas”. Esto puede verse en un boceto ágil, en un primer esbozo de escultura, en un feliz accidente geológico, etc. La segunda jerarquía es la belleza profunda. Esta característica exige que el objeto sea perfectamente racional en su constitución, que cumpla con el criterio de sistematicidad que mencioné antes, que guarde una perfecta relación entre todas sus partes (y aquí incluyo a los colores, gamas y texturas, que se relacionan entre sí mediante las mismas formas sistemáticas y racionales que hemos adjudicado a las formas geométricas que surgen espontáneamente del cuerpo bello).

Como he dicho antes, las ideas y teorías, los conceptos y las abstracciones también pueden tener belleza; puesto que todo lo que estos elementos tengan de sistemático y racional, engendran la belleza (en este caso abstracta, puesto que no se percibe en un objeto corpóreo). A la luz de estas reflexiones observamos que la belleza es un objeto mental; es algo propio de nuestra forma de ver el mundo. Sin embargo, no caemos en la más estúpida subjetividad, debido a que esa belleza encuentra sus causas en la naturaleza organizada de los objetos o ideas que la contienen.

Una abrumadora mayoría de los intelectuales y de la gente común, confunde constantemente belleza con preferencia personal. A este dilema respondo lo siguiente: “no es bello lo que gusta, sino lo que cumple con la descripción antes mencionada; los gustos de los individuos son independientes de la belleza; aunque en la gran mayoría de los casos, la belleza lidera la lista de preferencias”. Según esto, se hace evidente de modo teórico (y se verifica en la realidad), que lo bello no necesariamente corre por el mismo sendero de las preferencias de los individuos. A veces, algunos se ven atraídos por objetos que en nada pueden ser denominados bellos. Algunas personas se ven atraídas sexualmente por otras que están lejos de cumplir con los requisitos mencionados antes (y aquí vale la “belleza superficial de la que hablé antes, puesto que las personas poco bellas que son objeto de deseo de otras, cumplen en alguna forma con el primer grado de belleza; poseen algún tipo de voluptuosidad que no necesariamente puede ser denominada “bella”).

Es preciso dejar bien en claro que los gustos personales están influenciados por la cultura y por el entorno, como así también por predisposiciones genéticas. Estos elementos de influencia, pueden ser vistos como vectores que interactúan entre sí dentro de un sistema unido (que puede interpretarse como el individuo). Dichos vectores, integrados y ponderados en su conjunto, producen una resultante, que va a interpretarse en este caso como el “gusto” individual.

Puede que las características psicológicas inherentes al sujeto lo alejen de lo bello; pero eso no significa que la belleza sea subjetiva, o que no exista. Yo puedo no preferir un Mercedes-Benz; puede no gustarme, no atraerme, pero no significa que su belleza no exista. Si compara un auto inferior (de mi preferencia) con el Mercedes-Benz, lo más probable es que el último cumpla con algunos de los criterios que mencioné antes.

El gusto no define la belleza. Es por eso que las obras de arte y todos los productos de origen natural o humano, como así también las personas, deben ser juzgados en términos racionales para poder ser catalogados como bellos o como feos. El arte de los grandes maestros es universal, debido a que cumple maravillosamente con lo anterior. Todo lo que se aleje de la expresividad, la funcionalidad, la sistematicidad, la coherencia interna, la relación de simbiosis entre el todo y las partes, la racionalidad de la constitución, y la armonía, no es bello. Por consiguiente, no es arte.

Continuará….

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